Suicidio, psiquiatría y urgencia
Comenzamos este trabajo como reflexión sobre un tema con el que nos vemos a diario las caras en nuestra profesión. Es alarmante ver el número de personas que día tras día, se plantean el dilema vida versus muerte. Desde un punto de vista cuantitativo, podríamos recoger significativas cifras diarias de “intentos de autolisis” de pacientes que acuden a nuestras urgencias. Baste decir que el suicidio se sitúa entre las tres mayores causas de muerte en la población mundial entre los 15 y 34 años de edad, incluyendo tanto hombres como mujeres. Pero no es precisamente lo cuantitativo lo que primaremos en este texto, sino el lado más vivencial del fenómeno, en el sentido de lo que nos atañe como profesionales y como seres humanos.
La práctica diaria nos enseña que de todos los intentos de suicidio que vemos muy pocos se parecen a lo que viene en los libros. ¿Qué hacemos con esa gran mayoría de intentos a los que damos de alta en los servicios de urgencia? ¿Levantamos acta de su estado mental? ¿Les curamos la depresión o el trastorno de personalidad? ¿Hacemos una intervención en crisis desde un punto de vista cognitivo, dinámico o sistémico? ¿Le preguntamos por su infancia?
Si consultamos los trabajos y guías clínicas que llegan a nuestras manos sobre intentos autolíticos, pocos te dan una información realmente útil para calmar la ansiedad sobre el “¿qué hago yo con esto?”. La mayoría citan los estudios clásicos, los criterios de ingresos, el manejo adecuado del paciente o los tests que pueden formalizar que existe un intento serio.
Pero cuando queremos saber qué se puede decir o hacer ante alguien que acaba de intentar suicidarse, estamos solos. No hay bibliografía que nos apoye, salvo algún modelo de intervención en crisis. Lamentablemente, ese vacío en los libros, es reflejo de una realidad. Simplemente no se puede describir una intervención estándar, medible, repetible, siempre igualmente efectiva y funcional. No hay dos intentos iguales, ni dos intentos significan lo mismo, ni intentan transmitir el mismo mensaje. Podemos hablar de estereotipos de “suicidas” con el peligro de olvidar que tras cada persona hay una situación, un motivo existencial, o simplemente un intento fallido y poco acertado de comunicación con el otro.
Planteamos la necesidad de tener trabajados personalmente los temas que atañen al acto de hacerse daño uno mismo al enfrentarnos a situaciones que nos presentan dilemas no sólo técnico o profesionales sino éticos y legales. Todos estamos al corriente de lo que las guías clínicas nos recomiendan para hacer una correcta valoración del riesgo suicida, sabemos cómo con una serie de marcadores y factores de riesgo, podemos hacer una escala que nos da un valor para clasificar la situación del paciente en bajo, medio o alto riesgo. Pero aquí nos interesa preguntarnos por el momento fatídico cuando un paciente nos espeta: ¿¡QUIÉN ES USTED PARA DECIDIR QUE NO ME PUEDO MATAR SI YO QUIERO HACERLO!? He aquí la situación que planteamos.
Esta pregunta tiene una difícil respuesta considerada en cada caso concreto. Fundamentalmente, porque gran parte de esta respuesta, si es que sólo existe una, pasa por la historia de decisiones de la persona que se sienta al otro lado de la mesa: es decir, no debemos vernos obligados a DAR una respuesta, en un sentido estrictamente unidireccional, sino a crear el espacio para TRABAJAR, los dos (paciente y profesional), la mejor de las respuestas que podamos.
Aspectos socio-históricos. El suicidio para el hombre occidental.
No debemos caer en el error de pensar que el acto suicida ha sido siempre considerado con la extrañeza y la negación que actualmente impera sobre este tema. En otras épocas el significado de las vidas, y por tanto de las muertes, era modelado por otros valores diferentes a los hoy imperantes (ver Foucault). La necesidad actual de vivir la muerte como algo ajeno lleva a inventar nuevos eufemismos para categorizar una conducta tan vieja como el ser humano. Así tenemos el aséptico término autolisis, o eutanasia o conductas auto-lesivas, para englobar el daño auto-inflingido por unas razones u otras. Contra el valor supremo de la “adaptación al medio” que predican las ciencias de la conducta actuales, el hombre y la mujer modernos siguen haciéndose daño conscientemente mediante venenos, ahorcamiento, precipitación u otros, algunos más lentos, como las conductas autodestructivas (recomendamos aquí ilustrar el tema con un repaso a la estupenda película “Leaving las Vegas”).
Podemos comenzar remontándonos a la Grecia clásica, donde el suicidio era entendido no como acto aislado, sino según las circunstancias que lo envolvían. Se partía de la idea de que el suicidio era un acto voluntario, y por lo tanto susceptible de responsabilidad. Así, por ejemplo, Sócrates apoyaba la creencia de que el hombre era propiedad de los dioses; así, si el acto suicida se llevaba a cabo con el consentimiento de los mismos, era aceptado; si no, era reprobable.
Es Platón, gran predecesor de muchas de las posturas judeo-cristianas de nuestros días, el que en su Fedón, habla de la muerte de Sócrates y cita “El hombre que ha dedicado su vida a la filosofía debe estar alegre ante la muerte porque está seguro de encontrar la mayor bendición en el más allá. Dado que el alma es claramente inmortal requiere nuestros cuidados no sólo en esa parte del tiempo que llamamos vida, sino también después”. Así, comenzamos a vislumbrar el castigo que puede seguir al acto suicida, como rechazo de ese cuidado del alma, de ese regalo que nos envían los dioses. Posteriormente, en “Las Leyes”, Platón es más normativo: “Las tumbas de los que así mueran deberán, en primer lugar, estar aisladas; bajo ningún pretexto deberán ser sepultados en compañía. Además, deberán ser enterrados ignominiosamente en lugares sin nombre en los márgenes que delimitan los doce distritos, y su tumba no será señalada por lápida o nombre alguno”.
Aristóteles (38-322 a.C.) refuerza la prohibición platónica del suicidio, afirmando que el hombre no sólo pertenece a los dioses, sino que también al Estado. Él en su obra “Ética a Nicómaco”, habla del tratamiento injusto que hace el suicida con respecto al Estado, y que ese trato injusto ha de ser castigado con la pérdida de derechos civiles.
En sociedades como la romana el deshonor podía significar una carga insostenible que sólo podía ser sobrellevada con el suicido. Es curioso como el Derecho Romano, amplía todo este margen de situaciones en las que el suicidio es justificado: así, el “Taedium Vitae” (lo que nosotros hoy diagnosticaríamos como un sub-tipo de “depresión”, pero que para ellos, correspondía a un “haber vivido lo suficiente”), era aceptado moralmente. Sin embargo, los esclavos no podían quitarse la vida, porque era entendida como propiedad del amo; y los criminales en espera de ser juzgados, tampoco. Las medidas que se tomaban desde la legalidad ante este tipo de actos, eran prohibir el sepelio religioso de los cadáveres, y confiscar los bienes del suicida como castigo. A lo largo de la historia, muchas de estas medidas van a ser adoptadas por el cristianismo, por ejemplo la prohibición de sepelio y la confiscación de los bienes.
Séneca (4 a.C- 5 d. C) rechaza esta actitud, y propone un principio de libertad individualista, e incluso la recomendaba cuando “la vejez amenazara con ir acompañada con una decadencia indigna”.
Con el advenimiento del cristianismo, el suicidio es considerado un acto contrario a la razón y pecaminoso. San Agustín en el siglo IV y, más tarde, en el XIII, Santo Tomás de Aquino dan cuerpo teórico a esta posición.
Tras la cristianización de Roma, se adopta el principio platónico de que la vida pertenece a Dios, y por tanto, “morir por Dios”, es la mayor honra a la que se puede aspirar desde la actitud religiosa. Estamos en plena conquista de Tierra Santa, y en mitad de las Cruzadas.
En el año 523 d. C. El Concilio de Braga dictaminó la prohibición de enterrar a los suicidas en Tierra Santa; y durante toda la Edad Media, la confiscación de los bienes de los suicidas era algo obligatorio.
Con el reconocimiento de la locura como enfermedad, y el nacimiento de establecimientos especializados para su tratamiento, el suicidio comienza a verse justificado como consecuencia de una enfermedad mental. Este argumento, perdura aún en nuestros días, cuando los psiquiatras nos vemos obligados a ingresar en unidades de hospitalización a pacientes con intentos autolíticos previos para valorar, tanto el riesgo de suicidio, como la posible enfermedad mental que subyace a esta actuación.
La Reforma Protestante, ejerció un papel contradictorio: por un lado, reforzó el hacer sinónimos “auto-asesinato” y suicidio, y lo calificó como un pecado. Sin embargo, por otro lado, asistimos durante el renacimiento, al inicio de un humanismo basado en la libertad del hombre, y en su capacidad de ser soberano de si mismo.
Erasmo de Rótterdam habló sobre el suicidio como huida legítima de un mundo problemático. Montaigne cita: “Después de todo, la vida es nuestra, es lo único que tenemos”. Montesquieu habla de “…se me ha dado la vida como un regalo... puedo por tanto, devolverla cuando llegue el momento. Cuando esté abrumado por el dolor, la pobreza o la indignidad ¿por qué debería abstenerme de poner fin a mis problemas, o renunciar cruelmente a un remedio que está en mis manos?”
El texto inglés más antiguo que vincula al suicidio con lo que en la actualidad se denomina “depresión clínica” es “Anatomía de la melancolía” de Robert Burton (1577-1640), un sacerdote anglicano. Establece las bases para la exculpación por enajenación mental del auto-asesinato, y por tanto, del asesinato también. Esto le quita toda responsabilidad póstuma a los melancólicos (entendido como término galénico, no en el sentido moderno del término).
El siglo XVIII trae nueva luz con la aparición de Rousseau quién desplaza a la sociedad el pecado, y con Hume, el cual trata de des-criminalizar el acto suicida. David Hume, en pleno siglo XVIII, escribe su libro “Sobre el suicidio y otros ensayos” (1783) aunque fue obra publicada póstuma, en la que argumenta que el hombre solo se pertenece a sí mismo. Goethe, Voltaire y Schopenhauer, mantuvieron posturas similares.
El derecho inglés penalizaba los intentos fallidos de suicidio en el siglo XIX, con la horca. Posteriormente, la ley inglesa ordena que ante todo intento de suicidio se debe realizar una valoración psiquiátrica.
Sin embargo, no hemos hablado de importantes defensores de la prohibición del suicidio, como Inmanuel Kant, con afirmaciones como la siguiente: “Si la libertad es esencial para la vida, o puede ser empleada para abolir la vida y de este modo destruirse a si misma. El suicidio no es permisible bajo ningún pretexto (...)Los filósofos morales deben, por tanto, dedicarse primordialmente a mostrar que el suicidio es abominable”.
En 1897 Durkheim elaboró la doctrina sociológica del suicidio distinguiendo tres tipos de suicidio: el egoísta de motivaciones individuales en un sujeto débilmente integrado a sus grupos de pertenencia, altruista la renuncia a la propia vida por solidaridad al grupo, sociedad, patria, etc, ( grupos fundamentalistas, , bonzos, etc.) y anómica se produce en estados de desorganización y anarquía social, pérdida de marcos de referencias, fracasando las estructuras de cohesión de sus miembros (guerras, catástrofes).
Poco a poco, la explicación de conductas por la sospecha de “enfermedad mental” se fue extendiendo no solo a los intentos de suicidio, sino a otro tipo de trastornos de conducta no aceptados por la sociedad, justificando así la hospitalización involuntaria.
El suicidio para el “im-paciente” occidental.
Para aportar luz sobre este fenómeno en nuestra cultura, tendremos que adentrarnos, dentro de la humildad de este trabajo, en algunos de los valores, creencias y conductas que configuran nuestra sociedad actual.
Dentro de la sociedad consumista, el mercado rige la dinámica económica y la circulación de los objetos. En este marco la muerte pierde su dimensión de tragedia, connotándose como proceso a estandarizar. Este proceso se caracteriza actualmente por ser lo más aséptico posible. En la actual ceremonia de despedida del difunto en el mundo occidental comprobamos como se coloca al muerto tras un cristal y en ningún momento, por razones de higiene, se deja a sus familiares tocarlo o besarlo por última vez.
La muerte así desaparece de la cotidianeidad de los vivos arrinconándose en espacios especializados y profesionales adiestrados en tratar con ella (esto no es nada nuevo, no hay más que acordarse de los “intocables” de la India, únicos que pueden manipular a los muertos en esa parte del mundo). El proceso de duelo se minimiza no dando un tiempo individual para la tristeza, adaptación o despedida del muerto (si se tarda más de seis meses según todos los manuales de psiquiatría modernos estará indicado administrar un antidepresivo).
Uno de estos profesionales, especializados y designados por la comunidad, será el psiquiatra o psicólogo que se enfrenta a un ser humano que le informa de su deseo de morir, o que ya ha intentado dañarse. Aquí pesa el papel reservado por la sociedad a uno de los depositarios de su saber científico y humano: el facultativo de salud mental. Este lugar le queda asignado aunque dentro de su formación no se haga especialmente hincapié en el manejo de los sentimientos o los dilemas a los que se enfrentará. ¿Qué formación, que soporte social o anímico necesitará este profesional?
Se da por hecho frecuentemente dentro del conocimiento actual sobre las ciencias de la conducta que el suicidio es una patología en si misma. Nosotros lo consideraremos como un acto que podría en determinados casos considerarse sintomático de un proceso subyacente. En esto pesará el concepto que manejemos sobre la enfermedad mental, que en nuestro caso, siguiendo a autores clásicos como Henri Ey, se concibe como un continuo desde mayor a un menor grado de libertad y responsabilidad sobre las propias decisiones. En este sentido la “enfermedad mental” deja de ser una mera especie morbosa que nos puede acontecer, a ser un continuo en la historia individual, con un grado de capacidad de asunción/dejación de la propia responsabilidad sobre nuestra vida. La “especie morbosa” identificada queda como la descripción congelada en el tiempo de una situación humana que evoluciona incesantemente.
Existe una trampa al considerar el suicidio dentro del usual marco causa-efecto que maneja la ciencia médica. Este modelo puede resultar muy útil al considerar una pancreatitis, por ejemplo, pero para comprender una conducta humana queda pobre y llama a engaño. Tenemos claro que lo que marca una acción como suicida es su intención autodestructiva. De esta forma lo concebimos como acto en mayor o menor medida voluntario, fruto de una decisión más o menos condicionada. Por lo que para su consideración debemos colocarnos en condiciones de poder comprender esta decisión, hasta que punto ha sido libremente elegida y si se justifica o no la intervención de un agente social como puede ser el facultativo.
Capacidad de decisión sobre la propia vida. El sujeto frente a la sociedad.
Etimológicamente “suicidio” viene del latín: Sui (sí mismo) y didium (caedere: matar) significa darse a sí mismo la muerte. Los griegos lo llamaban “autokeiria” de autos (sí mismo) y keiros (mano); muerte elegida por uno mismo. El término latino enfatiza la idea de matar y el griego la del acto deliberado. Así durante las primeras elaboraciones del existencialismo llegó a considerarse el acto suicida como el único acto de plena libertad reservado al ser humano. Esto se atemperó posteriormente al considerar el transcurrir de la vida humana como un acto de continua auto-creación donde el hombre desempeña el papel de forjador de su propia existencia.
Estamos así ante una cuestión ética, aunque en esta sociedad medicalizada y paternalista se pretenda convertir en trastorno toda transgresión de las normas sociales. Siguiendo al filósofo Deleuze, las posturas éticas sólo deben juzgarse de forma inmanente, es decir, desde dentro de la historia y circunstancias que atañen al sujeto.
El suicidio es un acto que la sociedad actual ha retirado de sus legislaciones, estando hasta hace poco penado, y marginado en su consideración hasta negarlo. Se ha convertido en asunto sanitario al retroceder en la práctica las consideraciones religiosas sobre la disposición de la propia vida. Actualmente en nuestro medio se puede disponer libremente del propio cuerpo, aunque con la limitación de ser diagnosticado de uno u otro trastorno si tus actos no son entendidos por tu entorno o incluso por un facultativo en particular.
La demanda social a las ciencias de la conducta de explicar los comportamientos sin dejar margen a diferentes grados de libertad-responsabilidad, hace que el facultativo se vea urgido a dar explicaciones entendibles por la comunidad, por reduccionistas que sean, sobre unos sentimientos de desesperanza, un acto auto-lesivo o la simple pérdida del deseo de vivir. Estos argumentos pueden englobarse entonces en diagnósticos y estandarizarse para diferentes casos, limando las diferencias e igualando las singularidades. La dimensión trágica se pierde de esta manera, a favor de la estadística y la gestión. Sin tragedia no hay duelo, ni cuestión ética, ni historia, ni circunstancias subjetivas. Sin dimensión trágica, a la que accedemos mediante la empatía, sólo queda hablar de factores de riesgo, fármacos y re-educación.
Actitud profesional frente al acto suicida.
Desde las anteriores consideraciones pretendemos perfilar una actitud coherente con la descripción que hemos hecho del lugar reservado por nuestra sociedad al facultativo y la consideración al sujeto que decide hacerse daño más o menos voluntariamente.
¿Qué se nos ocurre decir ante una persona que ha querido o que quiere quitarse la vida? ¿Cómo reacciona el terapeuta?¿Qué nos mueve? Hay una amplia brecha entre la actitud que oficialmente “se nos supone” a la hora de afrontar situaciones de este tipo, y lo que luego somos capaces de desplegar cara a cara con el paciente.
Así, desde los manuales de psiquiatría, se nos describe un tipo de intervención en que prima el “cálculo” del riesgo de suicidio del paciente. Pero el mero peritaje de este tipo de situaciones, no nos ayuda mucho en nuestra labor de asistencia aunque desde un punto de vista jurídico, y desde lo institucional, sí que proporciona cierto alivio. Quizás deberíamos plantearnos qué hacemos con la propia angustia que nos genera que un paciente nos comunique su intención de morir. ¿Dónde van esos sentimientos de incertidumbre? ¿Cómo nos defendemos de ellos?
No queremos caer en la negación de lo evidente, y es que realmente hay una parte de responsabilidad para con esa persona que nos exige medir un riesgo. Pero pensamos que redactar una historia aportando únicamente este tipo de datos, es una actitud simplista y que evita acercarse a la situación de un paciente.
Una persona que se intenta matar lleva mucho camino recorrido en su sufrimiento, en sus circunstancias y en sus relaciones, como para intentar “arreglarlo” en una intervención en media hora, en la que no contamos con una relación terapéutica establecida, en la que tenemos la presión de la familia en la puerta, la del paciente que grita en la habitación de al lado, la del médico de urgencias que quiere darle el alta… Es preciso ser humildes y honrados en reconocer la limitación de nuestra intervención, pero no hay que olvidar que también puede ser importante y sobre todo útil para el paciente.
Pero entonces….¿Qué hago?
Según el articulo “Problems in Psychotherapy With Suicidal Patients” por Herbert Hendin, M.D. and cols (Am J Psychiatry 2006; 163:67–72), los seis principales problemas que se detectaron en el manejo psicoterapéutico de pacientes suicidas que se identificaron fueron:
1) Pobre comunicación con otros terapeutas envueltos en el caso.
2) Permitting patients or relatives to control the therapy.
3) Avoidance of issues related to sexuality.
4) Acciones inefectivas o coercitivas resultado de la ansiedad del terapeuta a causa del suicidio potencial del paciente.
5) No reconocer el significado de las comunicaciones del paciente
6) No tratar o infra-tratar los síntomas.
These cases illuminate common problems therapists face in working with suicidal patients and highlight an unmet need for education of psychiatrists and other mental health professionals who work with this population.
Este artículo se realizó con la ayuda de Therapists for 36 patients who died by suicide while in treatment filled out clinical, medication, and psychological questionnaires and wrote detailed case narratives. They then presented their cases at an all-day workshop, and critical problems were identified in the cases.
Con la siguiente actitud terapéutica buscamos minimizar las principales dificultades señaladas en este artículo: principalmente paliar la ansiedad del terapeuta y reconocer la dimensión de “sentido” del acto auto-punitivo.
En este punto lo más importante, más que acertar, es no equivocarse. Señalar culpables, hacer interpretaciones “salvajes” de lo que pasa, contagiarnos de la angustia que flota por el ambiente, sólo sirve para enmarañar más la situación. Lo más razonable parece ser intentar ayudar a abrir nuevas opciones. Podemos plantar las bases del inicio del proceso de terapia, buscar favorecer el clima para que en el contexto de otro espacio, donde no reine ya la urgencia, el paciente pueda expresar sus emociones y encontrar formas más sanas de relacionarse y abordar sus conflictos.
Lo primero ante un intento de suicidio debería ser una escucha activa, intentando comprender la situación de nuestro paciente. Como hemos señalado, para comprender el acto realizado será muy útil adoptar la postura de “juicio inmanente”. Esto es, desde dentro de la historia y circunstancias del sujeto. Para remedar esto contamos con la actitud empática hacia el momento vital que atraviesa el sujeto. A nuestro entender, desde esta postura nos será más fácil entender si estamos ante una verdadera decisión ética ante la muerte, o ante un intento de solución de uno o varios conflictos, un gesto de comunicación, un acto hostil, etc. Esta distinción primera determinará nuestra posición, ya libre del perentorio deber de “salvar” vidas aún a costa de quien las vive. Cuanto más libres estemos de nuestra propia angustia, en mejores condiciones estaremos de atender, de verdad, a las necesidades del otro.
Todos los intentos son serios porque son causados por un sufrimiento que la persona no puede tolerar. Incluso en los intentos llamados “manipulativos”, la vida del paciente ha podido, real o imaginariamente, estar en juego y el sufrimiento es palpable. Si el sujeto tiene que indagar el lugar que tiene para el otro de esta manera, a través de un intento de suicidio y no de otra, quiere decir que estamos en presencia de algo grave.
Pondremos más acento en el “cómo “que en los “porqués” en un principio, para evitar racionalizaciones del afectado ante alguien que va a decidir sobre su estado mental, alguien que lo va a juzgar. Luego, poco a poco, podremos ir ayudando en la entrevista a que el paciente se plantee sus propios “porqués”, buscando sentido a sus actos y entretejiéndolos en la trama de su historia. Escuchar lo que el paciente tiene que contar sobre su intento, sobre su vida, sobre las circunstancias que lo han llevado ahí e intentar comprenderle y hacerle ver que se le comprende puede servir para contener la angustia de la situación.
Hay que tener cuidado con crear una falsa conciencia de enfermedad, que el paciente puede utilizar para justificar lo que hace, en una externalización de sus motivaciones y en la creación de una identidad de enfermo. Si bien esto puede ser útil para facilitar el enganche a un tratamiento psiquiátrico, a la larga lo que suele generar es la cronificación del cuadro y sobre todo la repetición de los intentos. El señalar que se le puede ayudar si lo necesita debe ir acompañado de una toma de responsabilidad sobre sus actos del propio del paciente, evitando caer en culpabilizar.
Hay facultativos que prefieren no implicar a la familia del paciente en la intervención, limitando el contacto con la familia a frases como “vigílenlo, porque es imprevisible” o “está fuera de peligro”. Si entendemos el intento de suicidio desde un enfoque relacional se nos hace importante esclarecer las dinámicas socio-familiares que han llevado a ese punto y buscar los posibles puntos de apoyo del paciente, las “partes sanas” y capacidades de los familiares donde el paciente pueda sostenerse para iniciar un tratamiento si es necesario. Mantener un clima tranquilizador durante la entrevista con la familia es fundamental, para evitar que haya miembros que se sientan agredidos por el intento, o posibles culpabilizaciones. De todos modos, es improbable que se puedan cambiar pautas familiares en una entrevista en urgencias, pero si es fundamental no crear o reforzar desde una autoridad médica pautas poco sanas que perpetúen el círculo vicioso de incomprensión. Debemos intentar considerar la situación en su globalidad, incluyendo la participación de las personas que rodean lo vida cotidiana de nuestro paciente, que puede ser denunciante de una situación emocionalmente insoportable en sus relaciones diarias.
En una intervención en crisis ante un paciente que no conocemos, y con el que no tenemos relación, lo más importante es no romper el trabajo que realiza con su terapeuta. Cambios en medicación, informes, diagnósticos… todo debe ser remitido, dentro de lo que se pueda, a su terapeuta de referencia. Suponemos que esto evita que los pacientes realicen intentos de suicidio buscando “cambios desde el exterior” que no pueden conseguir de su terapeuta.
Creemos que puede ser útil frente a estos pacientes, la evaluación diacrónica de su situación, entendida como en que “momento” se encuentra respecto a la decisión. Algunos autores como Poldinger consideran la existencia de 3 fases previas al acto suicida que varían de acuerdo al cuadro clínico y que lo preceden, una etapa de consideración: la idea es considerada como posible solución de un problema real, fantaseado o delirante. Etapa de ambivalencia: la idea se debate entre el deseo de llevarse a cabo y el deber de no hacerlo, las ideas pueden transformarse en proyecto, de acuerdo a las experiencias del sujeto que la irán consolidando. En esta fase suelen aparecer las amenazas veladas como un último pedido de ayuda. La etapa de decisión: Aparece la posibilidad de concreción: desaparece la ansiedad y aparecen los actos preparatorios. La resolución está tomada y comienzan a buscar los medios para ejecutarla La manifestación de ideas concretas del modo de realización y actos previos tales como lo que se denomina una “tranquilidad siniestra” o calma inquietante tras la temática suicida, aparece acompañada de la posible compra de elementos autodestructivos, confección de testamento, desprendimiento de bienes, etc.
Para resumir, hay varios puntos clave que son fundamentales para propiciar este tipo de discursos aunque sea en el área de urgencias:
1.- Actitud de escucha activa: si es importante para todos los pacientes (no solo los de nuestra especialidad), en este tipo de casos, es aún más crucial.
2.- Empatizar con la situación.
3.- Hacer un trabajo de “traducción”, ayudar a buscar un sentido: entendiendo el acto suicida como una forma de comunicar algo. Es un trabajo difícil, intentar querer ayudar al paciente a pensar sobre su situación y otras posibles salidas. Otras veces, encontraremos que ni siquiera quiere hablarnos....pero eso mismo, ya nos dice mucho. En todo caso debemos conocer los límites del contexto de urgencia sin por ello renunciar a cualquier posibilidad de intervención útil.
Últimas palabras…
Afirmamos rotundamente, que lo aquí expuesto no constituye una crítica al trabajo que solemos realizar todos diariamente ante este tipo de casos. Damos por supuesto que hacemos lo mejor que sabemos y podemos, teniendo en cuenta que la muerte del otro nos acaba remitiendo a nuestra propia muerte.
Sin embargo, son un conjunto de reflexiones para compartir, entre todos, y recordarnos, unos a otros, que la “valoración” de un acto suicida no es sólo lo que se refleja en los textos mediante tablas o esquemas. Por suerte o por desgracia, hemos elegido un trabajo en el que no nos podemos esconder del sufrimiento humano sin convertirnos en meros notarios de la desgracia ajena.
"Articulo original elaborado por Jordy, Álvaro, Jesús Salomón y Celia"
Comenzamos este trabajo como reflexión sobre un tema con el que nos vemos a diario las caras en nuestra profesión. Es alarmante ver el número de personas que día tras día, se plantean el dilema vida versus muerte. Desde un punto de vista cuantitativo, podríamos recoger significativas cifras diarias de “intentos de autolisis” de pacientes que acuden a nuestras urgencias. Baste decir que el suicidio se sitúa entre las tres mayores causas de muerte en la población mundial entre los 15 y 34 años de edad, incluyendo tanto hombres como mujeres. Pero no es precisamente lo cuantitativo lo que primaremos en este texto, sino el lado más vivencial del fenómeno, en el sentido de lo que nos atañe como profesionales y como seres humanos.
La práctica diaria nos enseña que de todos los intentos de suicidio que vemos muy pocos se parecen a lo que viene en los libros. ¿Qué hacemos con esa gran mayoría de intentos a los que damos de alta en los servicios de urgencia? ¿Levantamos acta de su estado mental? ¿Les curamos la depresión o el trastorno de personalidad? ¿Hacemos una intervención en crisis desde un punto de vista cognitivo, dinámico o sistémico? ¿Le preguntamos por su infancia?
Si consultamos los trabajos y guías clínicas que llegan a nuestras manos sobre intentos autolíticos, pocos te dan una información realmente útil para calmar la ansiedad sobre el “¿qué hago yo con esto?”. La mayoría citan los estudios clásicos, los criterios de ingresos, el manejo adecuado del paciente o los tests que pueden formalizar que existe un intento serio.
Pero cuando queremos saber qué se puede decir o hacer ante alguien que acaba de intentar suicidarse, estamos solos. No hay bibliografía que nos apoye, salvo algún modelo de intervención en crisis. Lamentablemente, ese vacío en los libros, es reflejo de una realidad. Simplemente no se puede describir una intervención estándar, medible, repetible, siempre igualmente efectiva y funcional. No hay dos intentos iguales, ni dos intentos significan lo mismo, ni intentan transmitir el mismo mensaje. Podemos hablar de estereotipos de “suicidas” con el peligro de olvidar que tras cada persona hay una situación, un motivo existencial, o simplemente un intento fallido y poco acertado de comunicación con el otro.
Planteamos la necesidad de tener trabajados personalmente los temas que atañen al acto de hacerse daño uno mismo al enfrentarnos a situaciones que nos presentan dilemas no sólo técnico o profesionales sino éticos y legales. Todos estamos al corriente de lo que las guías clínicas nos recomiendan para hacer una correcta valoración del riesgo suicida, sabemos cómo con una serie de marcadores y factores de riesgo, podemos hacer una escala que nos da un valor para clasificar la situación del paciente en bajo, medio o alto riesgo. Pero aquí nos interesa preguntarnos por el momento fatídico cuando un paciente nos espeta: ¿¡QUIÉN ES USTED PARA DECIDIR QUE NO ME PUEDO MATAR SI YO QUIERO HACERLO!? He aquí la situación que planteamos.
Esta pregunta tiene una difícil respuesta considerada en cada caso concreto. Fundamentalmente, porque gran parte de esta respuesta, si es que sólo existe una, pasa por la historia de decisiones de la persona que se sienta al otro lado de la mesa: es decir, no debemos vernos obligados a DAR una respuesta, en un sentido estrictamente unidireccional, sino a crear el espacio para TRABAJAR, los dos (paciente y profesional), la mejor de las respuestas que podamos.
Aspectos socio-históricos. El suicidio para el hombre occidental.
No debemos caer en el error de pensar que el acto suicida ha sido siempre considerado con la extrañeza y la negación que actualmente impera sobre este tema. En otras épocas el significado de las vidas, y por tanto de las muertes, era modelado por otros valores diferentes a los hoy imperantes (ver Foucault). La necesidad actual de vivir la muerte como algo ajeno lleva a inventar nuevos eufemismos para categorizar una conducta tan vieja como el ser humano. Así tenemos el aséptico término autolisis, o eutanasia o conductas auto-lesivas, para englobar el daño auto-inflingido por unas razones u otras. Contra el valor supremo de la “adaptación al medio” que predican las ciencias de la conducta actuales, el hombre y la mujer modernos siguen haciéndose daño conscientemente mediante venenos, ahorcamiento, precipitación u otros, algunos más lentos, como las conductas autodestructivas (recomendamos aquí ilustrar el tema con un repaso a la estupenda película “Leaving las Vegas”).
Podemos comenzar remontándonos a la Grecia clásica, donde el suicidio era entendido no como acto aislado, sino según las circunstancias que lo envolvían. Se partía de la idea de que el suicidio era un acto voluntario, y por lo tanto susceptible de responsabilidad. Así, por ejemplo, Sócrates apoyaba la creencia de que el hombre era propiedad de los dioses; así, si el acto suicida se llevaba a cabo con el consentimiento de los mismos, era aceptado; si no, era reprobable.
Es Platón, gran predecesor de muchas de las posturas judeo-cristianas de nuestros días, el que en su Fedón, habla de la muerte de Sócrates y cita “El hombre que ha dedicado su vida a la filosofía debe estar alegre ante la muerte porque está seguro de encontrar la mayor bendición en el más allá. Dado que el alma es claramente inmortal requiere nuestros cuidados no sólo en esa parte del tiempo que llamamos vida, sino también después”. Así, comenzamos a vislumbrar el castigo que puede seguir al acto suicida, como rechazo de ese cuidado del alma, de ese regalo que nos envían los dioses. Posteriormente, en “Las Leyes”, Platón es más normativo: “Las tumbas de los que así mueran deberán, en primer lugar, estar aisladas; bajo ningún pretexto deberán ser sepultados en compañía. Además, deberán ser enterrados ignominiosamente en lugares sin nombre en los márgenes que delimitan los doce distritos, y su tumba no será señalada por lápida o nombre alguno”.
Aristóteles (38-322 a.C.) refuerza la prohibición platónica del suicidio, afirmando que el hombre no sólo pertenece a los dioses, sino que también al Estado. Él en su obra “Ética a Nicómaco”, habla del tratamiento injusto que hace el suicida con respecto al Estado, y que ese trato injusto ha de ser castigado con la pérdida de derechos civiles.
En sociedades como la romana el deshonor podía significar una carga insostenible que sólo podía ser sobrellevada con el suicido. Es curioso como el Derecho Romano, amplía todo este margen de situaciones en las que el suicidio es justificado: así, el “Taedium Vitae” (lo que nosotros hoy diagnosticaríamos como un sub-tipo de “depresión”, pero que para ellos, correspondía a un “haber vivido lo suficiente”), era aceptado moralmente. Sin embargo, los esclavos no podían quitarse la vida, porque era entendida como propiedad del amo; y los criminales en espera de ser juzgados, tampoco. Las medidas que se tomaban desde la legalidad ante este tipo de actos, eran prohibir el sepelio religioso de los cadáveres, y confiscar los bienes del suicida como castigo. A lo largo de la historia, muchas de estas medidas van a ser adoptadas por el cristianismo, por ejemplo la prohibición de sepelio y la confiscación de los bienes.
Séneca (4 a.C- 5 d. C) rechaza esta actitud, y propone un principio de libertad individualista, e incluso la recomendaba cuando “la vejez amenazara con ir acompañada con una decadencia indigna”.
Con el advenimiento del cristianismo, el suicidio es considerado un acto contrario a la razón y pecaminoso. San Agustín en el siglo IV y, más tarde, en el XIII, Santo Tomás de Aquino dan cuerpo teórico a esta posición.
Tras la cristianización de Roma, se adopta el principio platónico de que la vida pertenece a Dios, y por tanto, “morir por Dios”, es la mayor honra a la que se puede aspirar desde la actitud religiosa. Estamos en plena conquista de Tierra Santa, y en mitad de las Cruzadas.
En el año 523 d. C. El Concilio de Braga dictaminó la prohibición de enterrar a los suicidas en Tierra Santa; y durante toda la Edad Media, la confiscación de los bienes de los suicidas era algo obligatorio.
Con el reconocimiento de la locura como enfermedad, y el nacimiento de establecimientos especializados para su tratamiento, el suicidio comienza a verse justificado como consecuencia de una enfermedad mental. Este argumento, perdura aún en nuestros días, cuando los psiquiatras nos vemos obligados a ingresar en unidades de hospitalización a pacientes con intentos autolíticos previos para valorar, tanto el riesgo de suicidio, como la posible enfermedad mental que subyace a esta actuación.
La Reforma Protestante, ejerció un papel contradictorio: por un lado, reforzó el hacer sinónimos “auto-asesinato” y suicidio, y lo calificó como un pecado. Sin embargo, por otro lado, asistimos durante el renacimiento, al inicio de un humanismo basado en la libertad del hombre, y en su capacidad de ser soberano de si mismo.
Erasmo de Rótterdam habló sobre el suicidio como huida legítima de un mundo problemático. Montaigne cita: “Después de todo, la vida es nuestra, es lo único que tenemos”. Montesquieu habla de “…se me ha dado la vida como un regalo... puedo por tanto, devolverla cuando llegue el momento. Cuando esté abrumado por el dolor, la pobreza o la indignidad ¿por qué debería abstenerme de poner fin a mis problemas, o renunciar cruelmente a un remedio que está en mis manos?”
El texto inglés más antiguo que vincula al suicidio con lo que en la actualidad se denomina “depresión clínica” es “Anatomía de la melancolía” de Robert Burton (1577-1640), un sacerdote anglicano. Establece las bases para la exculpación por enajenación mental del auto-asesinato, y por tanto, del asesinato también. Esto le quita toda responsabilidad póstuma a los melancólicos (entendido como término galénico, no en el sentido moderno del término).
El siglo XVIII trae nueva luz con la aparición de Rousseau quién desplaza a la sociedad el pecado, y con Hume, el cual trata de des-criminalizar el acto suicida. David Hume, en pleno siglo XVIII, escribe su libro “Sobre el suicidio y otros ensayos” (1783) aunque fue obra publicada póstuma, en la que argumenta que el hombre solo se pertenece a sí mismo. Goethe, Voltaire y Schopenhauer, mantuvieron posturas similares.
El derecho inglés penalizaba los intentos fallidos de suicidio en el siglo XIX, con la horca. Posteriormente, la ley inglesa ordena que ante todo intento de suicidio se debe realizar una valoración psiquiátrica.
Sin embargo, no hemos hablado de importantes defensores de la prohibición del suicidio, como Inmanuel Kant, con afirmaciones como la siguiente: “Si la libertad es esencial para la vida, o puede ser empleada para abolir la vida y de este modo destruirse a si misma. El suicidio no es permisible bajo ningún pretexto (...)Los filósofos morales deben, por tanto, dedicarse primordialmente a mostrar que el suicidio es abominable”.
En 1897 Durkheim elaboró la doctrina sociológica del suicidio distinguiendo tres tipos de suicidio: el egoísta de motivaciones individuales en un sujeto débilmente integrado a sus grupos de pertenencia, altruista la renuncia a la propia vida por solidaridad al grupo, sociedad, patria, etc, ( grupos fundamentalistas, , bonzos, etc.) y anómica se produce en estados de desorganización y anarquía social, pérdida de marcos de referencias, fracasando las estructuras de cohesión de sus miembros (guerras, catástrofes).
Poco a poco, la explicación de conductas por la sospecha de “enfermedad mental” se fue extendiendo no solo a los intentos de suicidio, sino a otro tipo de trastornos de conducta no aceptados por la sociedad, justificando así la hospitalización involuntaria.
El suicidio para el “im-paciente” occidental.
Para aportar luz sobre este fenómeno en nuestra cultura, tendremos que adentrarnos, dentro de la humildad de este trabajo, en algunos de los valores, creencias y conductas que configuran nuestra sociedad actual.
Dentro de la sociedad consumista, el mercado rige la dinámica económica y la circulación de los objetos. En este marco la muerte pierde su dimensión de tragedia, connotándose como proceso a estandarizar. Este proceso se caracteriza actualmente por ser lo más aséptico posible. En la actual ceremonia de despedida del difunto en el mundo occidental comprobamos como se coloca al muerto tras un cristal y en ningún momento, por razones de higiene, se deja a sus familiares tocarlo o besarlo por última vez.
La muerte así desaparece de la cotidianeidad de los vivos arrinconándose en espacios especializados y profesionales adiestrados en tratar con ella (esto no es nada nuevo, no hay más que acordarse de los “intocables” de la India, únicos que pueden manipular a los muertos en esa parte del mundo). El proceso de duelo se minimiza no dando un tiempo individual para la tristeza, adaptación o despedida del muerto (si se tarda más de seis meses según todos los manuales de psiquiatría modernos estará indicado administrar un antidepresivo).
Uno de estos profesionales, especializados y designados por la comunidad, será el psiquiatra o psicólogo que se enfrenta a un ser humano que le informa de su deseo de morir, o que ya ha intentado dañarse. Aquí pesa el papel reservado por la sociedad a uno de los depositarios de su saber científico y humano: el facultativo de salud mental. Este lugar le queda asignado aunque dentro de su formación no se haga especialmente hincapié en el manejo de los sentimientos o los dilemas a los que se enfrentará. ¿Qué formación, que soporte social o anímico necesitará este profesional?
Se da por hecho frecuentemente dentro del conocimiento actual sobre las ciencias de la conducta que el suicidio es una patología en si misma. Nosotros lo consideraremos como un acto que podría en determinados casos considerarse sintomático de un proceso subyacente. En esto pesará el concepto que manejemos sobre la enfermedad mental, que en nuestro caso, siguiendo a autores clásicos como Henri Ey, se concibe como un continuo desde mayor a un menor grado de libertad y responsabilidad sobre las propias decisiones. En este sentido la “enfermedad mental” deja de ser una mera especie morbosa que nos puede acontecer, a ser un continuo en la historia individual, con un grado de capacidad de asunción/dejación de la propia responsabilidad sobre nuestra vida. La “especie morbosa” identificada queda como la descripción congelada en el tiempo de una situación humana que evoluciona incesantemente.
Existe una trampa al considerar el suicidio dentro del usual marco causa-efecto que maneja la ciencia médica. Este modelo puede resultar muy útil al considerar una pancreatitis, por ejemplo, pero para comprender una conducta humana queda pobre y llama a engaño. Tenemos claro que lo que marca una acción como suicida es su intención autodestructiva. De esta forma lo concebimos como acto en mayor o menor medida voluntario, fruto de una decisión más o menos condicionada. Por lo que para su consideración debemos colocarnos en condiciones de poder comprender esta decisión, hasta que punto ha sido libremente elegida y si se justifica o no la intervención de un agente social como puede ser el facultativo.
Capacidad de decisión sobre la propia vida. El sujeto frente a la sociedad.
Etimológicamente “suicidio” viene del latín: Sui (sí mismo) y didium (caedere: matar) significa darse a sí mismo la muerte. Los griegos lo llamaban “autokeiria” de autos (sí mismo) y keiros (mano); muerte elegida por uno mismo. El término latino enfatiza la idea de matar y el griego la del acto deliberado. Así durante las primeras elaboraciones del existencialismo llegó a considerarse el acto suicida como el único acto de plena libertad reservado al ser humano. Esto se atemperó posteriormente al considerar el transcurrir de la vida humana como un acto de continua auto-creación donde el hombre desempeña el papel de forjador de su propia existencia.
Estamos así ante una cuestión ética, aunque en esta sociedad medicalizada y paternalista se pretenda convertir en trastorno toda transgresión de las normas sociales. Siguiendo al filósofo Deleuze, las posturas éticas sólo deben juzgarse de forma inmanente, es decir, desde dentro de la historia y circunstancias que atañen al sujeto.
El suicidio es un acto que la sociedad actual ha retirado de sus legislaciones, estando hasta hace poco penado, y marginado en su consideración hasta negarlo. Se ha convertido en asunto sanitario al retroceder en la práctica las consideraciones religiosas sobre la disposición de la propia vida. Actualmente en nuestro medio se puede disponer libremente del propio cuerpo, aunque con la limitación de ser diagnosticado de uno u otro trastorno si tus actos no son entendidos por tu entorno o incluso por un facultativo en particular.
La demanda social a las ciencias de la conducta de explicar los comportamientos sin dejar margen a diferentes grados de libertad-responsabilidad, hace que el facultativo se vea urgido a dar explicaciones entendibles por la comunidad, por reduccionistas que sean, sobre unos sentimientos de desesperanza, un acto auto-lesivo o la simple pérdida del deseo de vivir. Estos argumentos pueden englobarse entonces en diagnósticos y estandarizarse para diferentes casos, limando las diferencias e igualando las singularidades. La dimensión trágica se pierde de esta manera, a favor de la estadística y la gestión. Sin tragedia no hay duelo, ni cuestión ética, ni historia, ni circunstancias subjetivas. Sin dimensión trágica, a la que accedemos mediante la empatía, sólo queda hablar de factores de riesgo, fármacos y re-educación.
Actitud profesional frente al acto suicida.
Desde las anteriores consideraciones pretendemos perfilar una actitud coherente con la descripción que hemos hecho del lugar reservado por nuestra sociedad al facultativo y la consideración al sujeto que decide hacerse daño más o menos voluntariamente.
¿Qué se nos ocurre decir ante una persona que ha querido o que quiere quitarse la vida? ¿Cómo reacciona el terapeuta?¿Qué nos mueve? Hay una amplia brecha entre la actitud que oficialmente “se nos supone” a la hora de afrontar situaciones de este tipo, y lo que luego somos capaces de desplegar cara a cara con el paciente.
Así, desde los manuales de psiquiatría, se nos describe un tipo de intervención en que prima el “cálculo” del riesgo de suicidio del paciente. Pero el mero peritaje de este tipo de situaciones, no nos ayuda mucho en nuestra labor de asistencia aunque desde un punto de vista jurídico, y desde lo institucional, sí que proporciona cierto alivio. Quizás deberíamos plantearnos qué hacemos con la propia angustia que nos genera que un paciente nos comunique su intención de morir. ¿Dónde van esos sentimientos de incertidumbre? ¿Cómo nos defendemos de ellos?
No queremos caer en la negación de lo evidente, y es que realmente hay una parte de responsabilidad para con esa persona que nos exige medir un riesgo. Pero pensamos que redactar una historia aportando únicamente este tipo de datos, es una actitud simplista y que evita acercarse a la situación de un paciente.
Una persona que se intenta matar lleva mucho camino recorrido en su sufrimiento, en sus circunstancias y en sus relaciones, como para intentar “arreglarlo” en una intervención en media hora, en la que no contamos con una relación terapéutica establecida, en la que tenemos la presión de la familia en la puerta, la del paciente que grita en la habitación de al lado, la del médico de urgencias que quiere darle el alta… Es preciso ser humildes y honrados en reconocer la limitación de nuestra intervención, pero no hay que olvidar que también puede ser importante y sobre todo útil para el paciente.
Pero entonces….¿Qué hago?
Según el articulo “Problems in Psychotherapy With Suicidal Patients” por Herbert Hendin, M.D. and cols (Am J Psychiatry 2006; 163:67–72), los seis principales problemas que se detectaron en el manejo psicoterapéutico de pacientes suicidas que se identificaron fueron:
1) Pobre comunicación con otros terapeutas envueltos en el caso.
2) Permitting patients or relatives to control the therapy.
3) Avoidance of issues related to sexuality.
4) Acciones inefectivas o coercitivas resultado de la ansiedad del terapeuta a causa del suicidio potencial del paciente.
5) No reconocer el significado de las comunicaciones del paciente
6) No tratar o infra-tratar los síntomas.
These cases illuminate common problems therapists face in working with suicidal patients and highlight an unmet need for education of psychiatrists and other mental health professionals who work with this population.
Este artículo se realizó con la ayuda de Therapists for 36 patients who died by suicide while in treatment filled out clinical, medication, and psychological questionnaires and wrote detailed case narratives. They then presented their cases at an all-day workshop, and critical problems were identified in the cases.
Con la siguiente actitud terapéutica buscamos minimizar las principales dificultades señaladas en este artículo: principalmente paliar la ansiedad del terapeuta y reconocer la dimensión de “sentido” del acto auto-punitivo.
En este punto lo más importante, más que acertar, es no equivocarse. Señalar culpables, hacer interpretaciones “salvajes” de lo que pasa, contagiarnos de la angustia que flota por el ambiente, sólo sirve para enmarañar más la situación. Lo más razonable parece ser intentar ayudar a abrir nuevas opciones. Podemos plantar las bases del inicio del proceso de terapia, buscar favorecer el clima para que en el contexto de otro espacio, donde no reine ya la urgencia, el paciente pueda expresar sus emociones y encontrar formas más sanas de relacionarse y abordar sus conflictos.
Lo primero ante un intento de suicidio debería ser una escucha activa, intentando comprender la situación de nuestro paciente. Como hemos señalado, para comprender el acto realizado será muy útil adoptar la postura de “juicio inmanente”. Esto es, desde dentro de la historia y circunstancias del sujeto. Para remedar esto contamos con la actitud empática hacia el momento vital que atraviesa el sujeto. A nuestro entender, desde esta postura nos será más fácil entender si estamos ante una verdadera decisión ética ante la muerte, o ante un intento de solución de uno o varios conflictos, un gesto de comunicación, un acto hostil, etc. Esta distinción primera determinará nuestra posición, ya libre del perentorio deber de “salvar” vidas aún a costa de quien las vive. Cuanto más libres estemos de nuestra propia angustia, en mejores condiciones estaremos de atender, de verdad, a las necesidades del otro.
Todos los intentos son serios porque son causados por un sufrimiento que la persona no puede tolerar. Incluso en los intentos llamados “manipulativos”, la vida del paciente ha podido, real o imaginariamente, estar en juego y el sufrimiento es palpable. Si el sujeto tiene que indagar el lugar que tiene para el otro de esta manera, a través de un intento de suicidio y no de otra, quiere decir que estamos en presencia de algo grave.
Pondremos más acento en el “cómo “que en los “porqués” en un principio, para evitar racionalizaciones del afectado ante alguien que va a decidir sobre su estado mental, alguien que lo va a juzgar. Luego, poco a poco, podremos ir ayudando en la entrevista a que el paciente se plantee sus propios “porqués”, buscando sentido a sus actos y entretejiéndolos en la trama de su historia. Escuchar lo que el paciente tiene que contar sobre su intento, sobre su vida, sobre las circunstancias que lo han llevado ahí e intentar comprenderle y hacerle ver que se le comprende puede servir para contener la angustia de la situación.
Hay que tener cuidado con crear una falsa conciencia de enfermedad, que el paciente puede utilizar para justificar lo que hace, en una externalización de sus motivaciones y en la creación de una identidad de enfermo. Si bien esto puede ser útil para facilitar el enganche a un tratamiento psiquiátrico, a la larga lo que suele generar es la cronificación del cuadro y sobre todo la repetición de los intentos. El señalar que se le puede ayudar si lo necesita debe ir acompañado de una toma de responsabilidad sobre sus actos del propio del paciente, evitando caer en culpabilizar.
Hay facultativos que prefieren no implicar a la familia del paciente en la intervención, limitando el contacto con la familia a frases como “vigílenlo, porque es imprevisible” o “está fuera de peligro”. Si entendemos el intento de suicidio desde un enfoque relacional se nos hace importante esclarecer las dinámicas socio-familiares que han llevado a ese punto y buscar los posibles puntos de apoyo del paciente, las “partes sanas” y capacidades de los familiares donde el paciente pueda sostenerse para iniciar un tratamiento si es necesario. Mantener un clima tranquilizador durante la entrevista con la familia es fundamental, para evitar que haya miembros que se sientan agredidos por el intento, o posibles culpabilizaciones. De todos modos, es improbable que se puedan cambiar pautas familiares en una entrevista en urgencias, pero si es fundamental no crear o reforzar desde una autoridad médica pautas poco sanas que perpetúen el círculo vicioso de incomprensión. Debemos intentar considerar la situación en su globalidad, incluyendo la participación de las personas que rodean lo vida cotidiana de nuestro paciente, que puede ser denunciante de una situación emocionalmente insoportable en sus relaciones diarias.
En una intervención en crisis ante un paciente que no conocemos, y con el que no tenemos relación, lo más importante es no romper el trabajo que realiza con su terapeuta. Cambios en medicación, informes, diagnósticos… todo debe ser remitido, dentro de lo que se pueda, a su terapeuta de referencia. Suponemos que esto evita que los pacientes realicen intentos de suicidio buscando “cambios desde el exterior” que no pueden conseguir de su terapeuta.
Creemos que puede ser útil frente a estos pacientes, la evaluación diacrónica de su situación, entendida como en que “momento” se encuentra respecto a la decisión. Algunos autores como Poldinger consideran la existencia de 3 fases previas al acto suicida que varían de acuerdo al cuadro clínico y que lo preceden, una etapa de consideración: la idea es considerada como posible solución de un problema real, fantaseado o delirante. Etapa de ambivalencia: la idea se debate entre el deseo de llevarse a cabo y el deber de no hacerlo, las ideas pueden transformarse en proyecto, de acuerdo a las experiencias del sujeto que la irán consolidando. En esta fase suelen aparecer las amenazas veladas como un último pedido de ayuda. La etapa de decisión: Aparece la posibilidad de concreción: desaparece la ansiedad y aparecen los actos preparatorios. La resolución está tomada y comienzan a buscar los medios para ejecutarla La manifestación de ideas concretas del modo de realización y actos previos tales como lo que se denomina una “tranquilidad siniestra” o calma inquietante tras la temática suicida, aparece acompañada de la posible compra de elementos autodestructivos, confección de testamento, desprendimiento de bienes, etc.
Para resumir, hay varios puntos clave que son fundamentales para propiciar este tipo de discursos aunque sea en el área de urgencias:
1.- Actitud de escucha activa: si es importante para todos los pacientes (no solo los de nuestra especialidad), en este tipo de casos, es aún más crucial.
2.- Empatizar con la situación.
3.- Hacer un trabajo de “traducción”, ayudar a buscar un sentido: entendiendo el acto suicida como una forma de comunicar algo. Es un trabajo difícil, intentar querer ayudar al paciente a pensar sobre su situación y otras posibles salidas. Otras veces, encontraremos que ni siquiera quiere hablarnos....pero eso mismo, ya nos dice mucho. En todo caso debemos conocer los límites del contexto de urgencia sin por ello renunciar a cualquier posibilidad de intervención útil.
Últimas palabras…
Afirmamos rotundamente, que lo aquí expuesto no constituye una crítica al trabajo que solemos realizar todos diariamente ante este tipo de casos. Damos por supuesto que hacemos lo mejor que sabemos y podemos, teniendo en cuenta que la muerte del otro nos acaba remitiendo a nuestra propia muerte.
Sin embargo, son un conjunto de reflexiones para compartir, entre todos, y recordarnos, unos a otros, que la “valoración” de un acto suicida no es sólo lo que se refleja en los textos mediante tablas o esquemas. Por suerte o por desgracia, hemos elegido un trabajo en el que no nos podemos esconder del sufrimiento humano sin convertirnos en meros notarios de la desgracia ajena.
"Articulo original elaborado por Jordy, Álvaro, Jesús Salomón y Celia"
1 comentario:
pucha que bueno haber leido todo esto , soy mujer comun y corriente ,, pero estoy muy agradecida por el escrito , e incluso me agradezco yo misma poruqe jamas me habia leido un blog tan largo ,, ,, es que en definitva la cosa es una cuestion cultural , , , y el juicio y toda la cosa moral pasa a segundo plano a la hora de ocuparse de aquel que necesita ayuda ,, bueno ,, lo otro ,, lo de como ayudar ,, pa ustedes no mas pues ,,, animo
Paula
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