jueves, 9 de agosto de 2007

Pero ¿Qué le pasa a mi hijo?


¿Qué le sucede a mi hijo?

¿Qué le sucede a mi hijo?
¿Cómo debo tratarlo?
Son preguntas frecuentes en nuestras consultas como especialistas en Psiquiatría. Las tendencias actuales ponen el acento en una “explicación” de corte biológico-fisiopatológico (que no nos olvidemos que hay que darla): “Su familiar sufre una enfermedad cerebral cuya causa, curso y bases desconocemos casi por completo, aunque puede beneficiarse de tratamientos farmacológicos, que en la práctica han demostrado, en un porcentaje apreciable, alguna mejora de los síntomas que padece”.Ya me dirán lo que puede tranquilizar semejante declaración de impotencia.
Suele apaciguar más el ánimo nombrar el cuadro: “Nos hayamos ante una probable esquizofrenia, ya distinguiremos el subtipo según la evolución”aunque creo que esa frase nunca debe ser dicha en ninguna consulta, no tiene sentido y no aporta nada a quien la recibe. Al decir esto englobamos el sufrimiento del paciente en un cuadro clínico caracterizado por determinados síntomas, pero no nos acercamos ni un ápice a la realidad del paciente, a sus circunstancias, a sus experiencias subjetivas y por último, a lo más importante, a la persona que tenemos delante.
De esta forma tenemos etiquetada (que como la experiencia demuestra podríamos decir “estigmatizada”) lo que ahora llamamos enfermedad mental, aquella que es capaz de alterar al ser humano en su psiquismo, es decir, en su humanidad, o lo que es lo mismo, en su coexistencia con los demás y en la construcción de su mundo, en la expresión de sus sentimientos, en su mundo relacional, en sus relaciones familiares……..y en un largo etcétera que conforman la vida de una persona.
La encerramos en un diagnóstico que diferencia claramente al “loco” de los demás; los que no oímos “voces”, ni deliramos, ni nos comportamos de forma que nadie entiende, los que nos escondemos a veces de nuestros temores, los que no queremos enfrentarnos a nuestras vidas, a ese “los” (en el cual me incluyo), es a lo que llamamos normales, ¿Algo nos puede garantizar que nunca estaremos como ellos?, ¿De los aquí presentes nadie ha hecho alguna “locura”?.
A modo de ejemplo, comentaré una anécdota, que me ocurrió en la CT, un paciente después de dar un paseo me comento un día, “vosotros los psiquiatras sois unos NORMÓPATAS”, y me pareció muy inteligente y acertado
La locura siempre ha causado inquietud, tenemos ejemplos en todas las épocas desde cuando fueron quemados, expulsados, glorificados o repudiados, concentrados y recluidos en lugares aislados en condiciones de pura supervivencia (“asilos”) transformados siglos más tarde en campos cerrados de locura (“hospitales psiquiátricos”),decir que actualmente también estamos—desgraciadamente—acostumbrados a los revuelos mediáticos actuales que, de vez en cuando, nos hablan de episodios violentos protagonizados por esquizofrénicos. Violencia que, estadísticamente, es menos frecuente que entre los no diagnosticados de esta dolencia.
¿Qué es lo que mueve en nosotros el contacto con estas personas hasta el punto de querer expulsarlos a los márgenes de nuestras sociedades, cuando no de nuestras conciencias?
Bien es cierto, que la locura siempre es algo que le pasa al otro, nos es ajena, aberrante, nosotros no tenemos nada en común con el pobre infeliz que ríe “sin motivo”. ¿O sí?
En un libro que he tenido la oportunidad de leer recientemente que se titula “Dándole sentido a las voces”, se muestran datos esclarecedores de cómo las conductas de nuestros pacientes no son tan ajenas, se comenta como el 5% de la población escucha voces de forma regular, un estudio de la universidad de Manchester dirigido por un psicólogo comenta como entre la población universitaria de dicha ciudad la muestra asciende al 30-35%, ¿somos tan diferentes?
En el acercamiento a estas personas, que no ignoran su “diferencia”, es esencial la valentía de llegar a reconocernos en ellos. Sólo así se abre la posibilidad apuntada por el psicoanalista J. Lacan, que define la función del terapeuta como ´”un otro que le acompaña”, como “un testigo de que puede existir como sujeto”.
Nadie “tiene” una esquizofrenia, alguien es esquizofrénico como una manera de “ser en el mundo”, radicalmente original en cada caso. La plasticidad necesaria para acercarnos a esta extraña concepción de la realidad es condición para que se produzca una mínima comprensión de su hecho existencial.
No olvidemos que el paciente mediante su relación con el terapeuta reconstruye una forma de ser en el mundo que, al fin y al cabo, siempre es una forma de “ser con los otros”.
Las dificultades para que se dé esta posibilidad son muchas y más en un momento en que se glorifica la “objetividad” en el sentido del alivio que nos produce a todos trabajar con objetos, ya sean estos organismos, esquemas de relación u otros, lo que sea con tal de no tener que relacionarnos con otra persona, que demanda ser escuchada y reconocida como tal.
¿Es esta una sociedad madura para acoger en su seno tales “desviaciones”? El momento actual nos invita a ser pesimistas, la locura consumista se nos revela como poco conciliadora con otras locuras. La lógica actual fabrica constantemente objetos de consumo para sujetos permanentemente insatisfechos, tenemos que dar una explicación racional a “las locuras” de este mundo, no queremos escuchar “la génesis” de estas conductas, no podemos escucharlas, y además tenemos que darla pronto.
La ética del máximo beneficio al mínimo coste, no admite más solución para el enfermo mental que la marginación y segregación del considerado “defectuoso”.
¿Existe otra vía para lidiar con nuestra locura colectiva que no sea encerrar a los psicóticos lejos de nuestra mirada, sedarlos o marginarlos de cualquier otra forma?
El pensador M. Foucault nos enseña: “la reducción de toda patología mental a una alteración funcional de la actividad nerviosa no depende del progreso del conocimiento fisiológico, sino de la transformación de las condiciones de existencia y de las formas de alienación en las que el hombre pierde el sentido humano de sus actos”.
En la actualidad vemos como la más potente vía de integración, el trato entre personas, la verdadera comunicación que abra vías de comprensión y amor entre los hombres, se convierte cada vez más en algo raro y de lo que desconfiar, ya que, extrañamente, no es posible comprarlo ni venderlo.
Debemos afrontar de una forma más clara y sincera el abordaje y acercamiento a nuestros pacientes, tenemos la obligación entre todos de “humanizar”, en la medida de lo posible, aun más, la asistencia al enfermo mental.

Tendremos que estar menos pendiente de los “expertos” y más pendientes de los

“verdaderos expertos”, ellos, nuestros pacientes.

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